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Delfín Otero de Pedralles
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Jue 17 Nov 2011 - 23:33
ABC opinión: ¿Qué pasará con...? Qupasar
Delfín Otero de Pedralles
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Jue 17 Nov 2011 - 23:34
LOS GOBERNADORES CIVILES
En Francia, la ley de 8 de pluvioso del año VIII dividió el territorio de la reciente república en departamentos y otras unidades territoriales, poniendo a aquéllos al cargo de prefectos y de los consejos generales. Pronto, la interoducción en España de José I Bonaparte importó esta concepción de la articulación territorial a España. El primer tercio del siglo XIX se complace en ofrecernos diversas posibilidades de dividir España en circunscripciones territoriales a la francesa. Es de todos sabido que, de ellas, triunfó sólo la de Javier de Burgos, en 1833.

La provincia ha tenido, tradicionalmente, dos funciones: servir de demarcación para la Administración periférica del Estado y para la corporación llamada diputación provincial.

Dejemos de lado a las diputaciones y centrémonos en la Administración periférica. Desde 1847, han sido los gobernadores civiles quienes han estado al cargo de los órganos de la Administración del Estado en cada provincia. Se trataba de directivos nombrados por el Ministerio de la Gobernación (antecesor del actual Ministerio del Interior). Generalmente, se trataba de un cargo de índole política, pero en las últimas décadas se ha ido profesionalizando cada vez más. Además de las funciones descritas, los gobernadores civiles cuidaban muy mucho el orden público. No en vano respondían al ministro de Gobernación.

La nueva Constitución crea, en su artículo 154, la figura del delegado del Gobierno como un enlace entre el Estado y las comunidades autónomas. Se plantea el problema pues, de su compatibilidad con la venerable y centenaria figura de los gobernadores civiles. El proyecto de ley sobre la Agencia tributaria, en discusión estos días en las Cortes (permítanme que emplee el nombre más tradicional) nos da una pista de por donde pueden ir los derroteros de este gobierno socialista: su artículo 10 prevé la progresiva substitución de las delegaciones provinciales por otras, digamos, a nivel autonómico.

Mi opinión, sin embargo, es contraria a esa solución. Creo que se debe reservar a los delegados del Gobierno como lo que la Constitución prevé: unos enlaces fundamentalmente políticos entre Estado y autonomías. Una suerte de servicio diplomático interno. Y dejar a la Administración periférica al cargo de los gobernadores civiles. Eso sí, con una condición: que los gobernadores civiles salgan de los cuerpos funcionariales, como ya se viene haciendo en Francia desde 1945. El muy reciente Cuerpo de administradores civiles del Estado parece muy apropiado para estas tareas.

Dejando de lado a los delegados de Hacienda (una figura con mucha solera, también), o a quienes los substituyan tras la aprobación del proyecto mencionado, yo optaría por suprimir a los restantes delegados de los ministerios, que los hay. Delegados de educación, jefes de obras públicas... Todos esos cargos pueden ser encargados a funcionarios, y rebajados al equivalente a "jefe de servicio". Con el gobernador civil como directivo provincial, basta.

He aquí mi opinión. Veo muy posible que no se me haga caso. Al menos, les haré pensar.
Delfín Otero de Pedralles
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Mar 22 Nov 2011 - 19:33
LA LEY DE PELIGROSIDAD SOCIAL
La Ley 16/1970, de peligrosidad y rehabilitación social, es de todos conocida. Fue dictada por uno de los últimos gobiernos de la dictadura en sustición de otra ley, similar en su contenido, pero de nombre mucho más sonoro: la Ley de vagos y maleantes de 1933. Es públicamente conocida por haber sido sistemáticamente empleada como mecanismo de represión de la homosexualidad hasta tiempos muy recientes.

Les ahorraré la expectación. Yo recomiendo su abrogación. Creo que esta conclusión no es polémica, o no demasiado. De modo que, si no les interesan mis motivos, dejen de leer aquí; pues ahora voya fundamentar mi recomendación.

Ambas leyes no se agotan en la represión de la homosexualidad, y, de hecho, esta conducta no estaba inculida en el texto original de la Ley de vagos y maleantes, sino que fue incluida por una reforma de 1954.

En efecto, la intención teórica de este complejo normativo era controlar los grupos de personas considerados peligrosos, es decir, con alta probabilidad de delinquir. A estas personas, según la ley, se les imponían unas medidas de seguridad, y no penas. La finalidad de estas medidas era doble: por una parte, asegurarse de que el pelgroso no llegaría a delinquir; por otra, rehabilitarle socialmente, o sea, conseguir que el peligroso ejerciese un rol legítimo en los esquemas corrientes de la sociedad. Ya les adelanto que ninguna de estas finalidades se logra, y que las autoridades no han puesto mucho de su parte. Efectivamente, no se han dotado presupuestariamente las medidas "terapéuticas" de que la Ley de peligrosidad social.

En la práctica, estas leyes se han convertido en un instrumento de represión de los grupos, digamos, marginales; grupos que las capas sociales dominantes no aceptamos. Es decir, en un instrumento de política criminal. Pero huyendo de los tradicionales principios en la materia: taxatividad, legalidad, etc. etc. Además, se ha aprovechado la Ley de peligrosidad social para castigar conductas de peligro abstracto (y, por tanto, de difícil encaje penal), como diversas modalidades de peligro en la conducción de vehículos.

La idea de la sanción de la peligrosidad y la imposición de medidas de seguridad estuvo muy en boga durante la primera mitad de este siglo, sobre todo a causa de los progresos en los estudios de psicología. En aquel tiempo se propusieron dos clases de medidas de seguridad: las "predelictuales", dirigidas a prevenir la delincuencia; y las "postdelictuales", dirigidas a prevenir la reincidencia. Nuestras leyes han recogido ambas clases de medidas de seguridad.

Lo cierto es que recelo mucho de las medidas de seguridad predelictual. Eso de someter a alguien a una tutela cautelar, atendiendo únicamente a conductas lícitas me resulta problemático y de hecho peligroso. Peligroso, porque las leyes definen las conductas que motivan las predelictuales de forma vaga, de forma que abre una vía al abuso y la tiranía. Como digo, no me gusta. Sin embargo, unas medidas de seguridad postdelictuales bien proporcionadas, que verdaderamente se dirijan a rehabilitar al sujeto y no a reprimirle, pueden ser muy útiles. La privación del permiso de conducir es un claro ejemplo. La inhabilitación para cargos públicos, otro.

De modo que insto a nuestros legisladores a derogar la ley de peligrosidad social y a restringir las medidas de seguridad a las postdelictuales. Para ello, han de elegir unas medidas de seguridad que verdaderamente prevengan y no castiguen, pues para eso ya está la pena. Creo que esta opinión la compartimos muchos, y no sólo los conocedores del Derecho; en general, la comparte buena parte de las cabezas pensantes de este país.
Delfín Otero de Pedralles
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Mar 29 Nov 2011 - 17:55
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LA ADQUISICIÓN DE LA CAPACIDAD JURÍDICA
Habrán de disculpar la terminología, acaso poco empleada. En efecto, en España se suele hablar de la adquisición de la personalidad. Sin embargo, ya hace algunos años que algunos civilistas hablan de capacidad jurídica, porque esta voz señala más claramente lo que se quiere significar. Capacidad jurídica quiere decir tanto como "aptitud para asumir derechos y deberes en nombre propio". Por tanto, emplearé esta locución.

De la propia definición que he dado, se desprende claramente que el de la capacidad jurídica es un concepto plenamente civil. Poco tiene que ver con la protección penal de la vida ni con el rapto de menores. Su ubicación sistemática no es aleatoria. Está regulada en el Código civil porque los redactores de nuestro primer texto legislativo, con don Manuel Alonso Martínez a la cabeza, sabiamente previeron el ámbito de este instituto y así lo quisieron plasmar.

Fruto de la época es la exigencia del transcurso de veinticuatro horas de separación del claustro materno como requisito para la adquisición de la capacidad jurídica. No hace falta ser doctor en Historia decimonónica para darse cuenta que las altas tasas de mortalidad infantil motivaron esta medida. Se perseguía evitar reconocer la capacidad jurídica a quienes a la postre no iban a tener ninguna relevancia en la vida negocial. Es pues un requisito de pura economía jurídica.

Las circunstancias sanitarias han cambiado para mejor, y puede ser ciertamente recomendable fijar el momento de la adqusición de la capacidad jurídica en el nacimiento. Yo precisaría aún más: en el momento de la primera inspiración, que es cuando el nacido es verdaderamente independiente de su madre. Ahora, que nadie se llame a engaño: esto tendría consecuencias exclusivamente civiles.

Por ello, llama la atención el debate que se sustancia estos días en las Cortes en torno al tema. Olvidan SS. SSª dos argumentos. Primero: el Derecho penal es una rama autónoma del Ordenamiento. Sus conceptos no se supeditan a lo dispuesto en otras ramas del Derecho. El concepto penal de vida independiente y el civil, de hecho, no han coincidido. El primero es un concepto naturalista, y el segundo, jurídico. Pero incluso dejando esto a la parte, se observa que por la configuración del sistema de fuentes en la recién aprobada Constitución, para que la reforma tuviera eficacia penal se requeriría una ley orgánica. Huelga decir que una ley que quiera regular el derecho a la vida ha de revestir carácter de orgánica.

Pero es que además, la reforma propuesta crearía situaciones totalmente anómalas. Fíjense: hoy, a los niños se les impone el nombre en la inscripción del nacimiento en el Registro civil, que se practica también a las veinticuatro horas del nacimiento. De aprobarse la reforma, la inscripción de nacimiento se practicaría razonablemente al decimocuarto día de embarazo, cuando ninguna mujer conoce de su estado. O, de mantenerse el momento de la inscripción, tendríamos por toda España personas, con plenitud de derechos civiles, pero sin nombre alguno con el que identificarlos.

Los lectores avispados se habrán dado cuenta, sin duda, de que para la evolución de las instituciones jurídicas es presupuesto previo la claridad conceptual de que nuestros parlamentarios aparentemente carecen. De ahí la necesidad de hacer pedagogía sobre estos temas. Espero que, por tanto, oigan esta opinión y la tengan en cuenta.
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